El
primer juego al que juega el niño es a destetarse. Quien haya
observado a un recién nacido ha visto que el bebé toma la teta, luego
la deja, vuelve a tomar la teta, luego vuelve a dejarla: se puede
reconocer la precocidad con que esa actividad introduce un tinte
lúdico. Su ejercicio inicia una alternancia que es vital para el recién
nacido. Ese mínimo gesto le otorga un primer derecho a su incipiente
humanidad, un intervalo para jugar sus barajas, para iniciarse como
partícipe en el juego que le ha sido propuesto. Puede sorprender que en
tiempos tan tempranos, cuando aún es tan dependiente en todas sus
necesidades, ejerza así su singularidad personal; la escena nos enseña
que, para el ser humano, llegar a vivir no es equivalente a haber
nacido. Que la relación del bebé con el pecho de la madre fluya en una
periodicidad alternante es, desde el vamos, una nota mayor, un tiempo
anticipatorio del sujeto, una toma de posición, una respuesta al Otro.
Para el bebé, tal posición es respuesta a la demanda del Otro: “Déjate alimentar”. Más tarde escucharemos a las madres relatar lo ocurrido de modo invertido: “Mi nene, él, tomó teta hasta los nueve meses”.
Y en cierto modo es así, ya que es el bebé quien toma la teta y
también quien la deja, introduciendo, desde el vamos, un mínimo
intervalo diferencial entre responder completamente a la demanda del
Otro y colocar una respuesta propia. En esa pausa anida un principio de
subjetividad, una separación de la alienación primera.
Ahora
es preciso que nuestra mirada no quede fascinada por el logro tan
precoz de nuestro sujeto y que recordemos que tal respuesta jamás
podría llegar de no darse una condición: que el Otro no equivoque el
estatuto de la demanda e intente colmarla. Valga el juego de palabras:
no equivocar el estatuto de la demanda quiere decir preservar en ella
algún equívoco.
A
las madres no suele escapárseles la discordancia originaria entre la
cantidad de comida que amorosamente le ofrecen a su hijo y la que él
toma. Y es cierto que, desde el inicio, el alimento puede tornarse
fuente, no ya de un equívoco, sino de un enorme malentendido. Esto
ocurre cuando su significación toma el valor de un signo inamovible.
Recuerdo la historia de un joven psicótico cuya madre lo había obligado a
ingerir, sistemáticamente, hasta el último bocado de alimento. Así lo
había hecho desde los primeros años de vida, con la certeza de cuidar
su salud. Tal era su certeza inconmovible que no se detenía ante los
vómitos del niño: lo obligaba a reingerir lo expulsado. Impedida toda
expulsión, le fue negada al sujeto toda afirmación de su existencia.
Dista
del caso de otra madre cuyo cuerpo engrosado delataba su valoración
del goce oral. Consultó por su hijo, un púber de once o doce años. El
muchacho, retraído y poco abierto a expresar sus inquietudes,
preocupaba a su progenitora dejándola con la pregunta de por qué, cuando
ella le preparaba sus ñoquis predilectos, él los comía, sí, con
verdadero gusto, pero sin embargo dejaba, indefectiblemente, uno o dos
en el plato. Esa serie mínima, uno o dos, le otorgaba al sujeto la
oportunidad para descontarse a la demanda e iniciar con ello las cuentas
del deseo, poniendo en juego sus apetitos. Esta madre se interrogaba
por la enigmática actitud de su hijo, a diferencia de aquella otra que,
con las mejores intenciones, jamás dudó en hacer lo mejor a su
criterio.
Como advierte el saber popular: el camino del infierno está plagado de buenas intenciones.
Bien sabemos, la gravedad de muchos casos lo muestra, qué ocurre si se
equivoca el estatuto de la demanda y se le otorga una respuesta
colmante. Si bien es cierto que el sujeto puede apelar al recurso de la
acción, “comer nada”, también puede quedar sin recursos ante el
sentido siderante. El sujeto se efectúa respondiendo al Otro, pero no
siempre alcanza a responder. Puede no tener respuesta.
(...)
Cuando
el juego se inicia, lo hace perturbando el campo del Otro. Las
condiciones que causaron la llegada de ese bebé, las significaciones en
las que él halló cabida, incluyen un hecho inicial: el sujeto encontró
lugar en ese campo por la simple pero insoslayable razón de haberle
hecho falta al Otro. Pero esa falta lleva adherido, de modo indeleble,
el anhelo de encontrar lo que le hace falta. Entonces –en el mejor de
los casos–, el bebé no encuentra medida exacta en el Otro. Los padres
esperan un bebé, pero cuando nace resulta que es una nena o un nene;
nunca se logra eludir un resto que no encastra en la demanda anhelada y
que perturba de una u otra forma la relación. De la tolerancia que el
Otro disponga ante esa perturbación de su campo dependerá la
continuación o detención de una dialéctica singular que ofrece o niega
posibilidad al sujeto de jugar su cifra. Me refiero, claro está, a la
que ocurre más allá de las buenas intenciones. Un nuevo ser nunca será
lo esperado; más bien introducirá lo nuevo en lo familiar, algo
inesperado y desconocido.
“Si todo anda bien”,
como decía aquel excelente clínico de la infancia que fue Donald
Winnicott (Realidad y juego), el niño tendrá las que Freud, en su
artículo “La negación”, llamaba “perturbadoras costumbres”. Sólo si
todo anda bien la relación entre el niño y el Otro se incomodará: el
niño no procurará una satisfacción completa, no deparará el goce
esperado. Entre el Otro y el niño como objeto no habrá “enteridad”.
Puede
parecer paradójico, pero sólo si todo anda bien encontrará cabida
cierta medida de perturbación. En ese caso, escucharemos decir que, o
bien el niño llora y no se sabe exactamente qué le pasa, o que el niño
come de más o de menos, o, más tarde, que el niño tira los objetos al
suelo, donde es difícil e incómodo encontrarlos. El niño romperá los
hermosos juguetes que le regalamos. En definitiva, si todo sale bien,
aquello que el niño romperá son los esquemas previstos: día a día irá
introduciendo, como respuesta al Otro, una marca diferencial.
Manifestación sensible de la emergencia de un trazo distintivo del
sujeto que, habiendo surgido en el campo del Otro, pasa a tomar
posición, ocupa su lugar. Lugar anticipado en el Otro primordial si, con
su presencia deseante, ofreció también su falta, donando con hechos
reales, y no sólo con palabras, su castración.
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Alba Flesler