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miércoles, 23 de mayo de 2012

Cuando la aspiración fracasa aparece el deseo...



Lacan dice que hay un fantasma que produce las aspiraciones del sujeto y el fantasma es la regulación del goce.  El fantasma tampoco aparece como tal, no tenemos que esperar que venga un tipo y nos diga: "A mi me gusta cojer a las mujeres con las medias puestas", para saber que es un fetichista.  Basta que el tipo aspire, por ejemplo si es pobre, a ganar la lotería para llenar de joyas y pieles a su mujer, como condición de un goce que va a venir después; ese sujeto también es un fetichista.  Si no es como si usáramos la literatura del siglo XIX, esperamos que el tipo corte una trenza.
(...)
Supongamos que mi fantasía es romperla la cara a mi padre, como no me atrevo a hacer esto o es imposible porque él está muerto, me hago boxeador.  Cuando voy a ganar el campeonato mundial me quedo paralizado y me rompen la cara. ¿Por qué? Porque al realizar la aspiración de ser el campeón mundial develaría que no es eso lo que quiero, es decir, me enfrentaría al deseo de muerte de mi padre, en el sentido que el deseo es: "no es eso".  Cada vez que fracasa la aspiración aparece el deseo.  ¿Y el deseo qué es? El plus de goce; el plus de goce es el montaje del fantasma que remite al goce.

German García

lunes, 21 de mayo de 2012

El primer juego con el Otro...

 
 El primer juego al que juega el niño es a destetarse. Quien haya observado a un recién nacido ha visto que el bebé toma la teta, luego la deja, vuelve a tomar la teta, luego vuelve a dejarla: se puede reconocer la precocidad con que esa actividad introduce un tinte lúdico. Su ejercicio inicia una alternancia que es vital para el recién nacido. Ese mínimo gesto le otorga un primer derecho a su incipiente humanidad, un intervalo para jugar sus barajas, para iniciarse como partícipe en el juego que le ha sido propuesto. Puede sorprender que en tiempos tan tempranos, cuando aún es tan dependiente en todas sus necesidades, ejerza así su singularidad personal; la escena nos enseña que, para el ser humano, llegar a vivir no es equivalente a haber nacido. Que la relación del bebé con el pecho de la madre fluya en una periodicidad alternante es, desde el vamos, una nota mayor, un tiempo anticipatorio del sujeto, una toma de posición, una respuesta al Otro.
 
Para el bebé, tal posición es respuesta a la demanda del Otro: “Déjate alimentar”. Más tarde escucharemos a las madres relatar lo ocurrido de modo invertido: “Mi nene, él, tomó teta hasta los nueve meses”. Y en cierto modo es así, ya que es el bebé quien toma la teta y también quien la deja, introduciendo, desde el vamos, un mínimo intervalo diferencial entre responder completamente a la demanda del Otro y colocar una respuesta propia. En esa pausa anida un principio de subjetividad, una separación de la alienación primera.
 
Ahora es preciso que nuestra mirada no quede fascinada por el logro tan precoz de nuestro sujeto y que recordemos que tal respuesta jamás podría llegar de no darse una condición: que el Otro no equivoque el estatuto de la demanda e intente colmarla. Valga el juego de palabras: no equivocar el estatuto de la demanda quiere decir preservar en ella algún equívoco.
 
A las madres no suele escapárseles la discordancia originaria entre la cantidad de comida que amorosamente le ofrecen a su hijo y la que él toma. Y es cierto que, desde el inicio, el alimento puede tornarse fuente, no ya de un equívoco, sino de un enorme malentendido. Esto ocurre cuando su significación toma el valor de un signo inamovible. Recuerdo la historia de un joven psicótico cuya madre lo había obligado a ingerir, sistemáticamente, hasta el último bocado de alimento. Así lo había hecho desde los primeros años de vida, con la certeza de cuidar su salud. Tal era su certeza inconmovible que no se detenía ante los vómitos del niño: lo obligaba a reingerir lo expulsado. Impedida toda expulsión, le fue negada al sujeto toda afirmación de su existencia.
 
Dista del caso de otra madre cuyo cuerpo engrosado delataba su valoración del goce oral. Consultó por su hijo, un púber de once o doce años. El muchacho, retraído y poco abierto a expresar sus inquietudes, preocupaba a su progenitora dejándola con la pregunta de por qué, cuando ella le preparaba sus ñoquis predilectos, él los comía, sí, con verdadero gusto, pero sin embargo dejaba, indefectiblemente, uno o dos en el plato. Esa serie mínima, uno o dos, le otorgaba al sujeto la oportunidad para descontarse a la demanda e iniciar con ello las cuentas del deseo, poniendo en juego sus apetitos. Esta madre se interrogaba por la enigmática actitud de su hijo, a diferencia de aquella otra que, con las mejores intenciones, jamás dudó en hacer lo mejor a su criterio.
 
Como advierte el saber popular: el camino del infierno está plagado de buenas intenciones. Bien sabemos, la gravedad de muchos casos lo muestra, qué ocurre si se equivoca el estatuto de la demanda y se le otorga una respuesta colmante. Si bien es cierto que el sujeto puede apelar al recurso de la acción, “comer nada”, también puede quedar sin recursos ante el sentido siderante. El sujeto se efectúa respondiendo al Otro, pero no siempre alcanza a responder. Puede no tener respuesta.

(...) 


Cuando el juego se inicia, lo hace perturbando el campo del Otro. Las condiciones que causaron la llegada de ese bebé, las significaciones en las que él halló cabida, incluyen un hecho inicial: el sujeto encontró lugar en ese campo por la simple pero insoslayable razón de haberle hecho falta al Otro. Pero esa falta lleva adherido, de modo indeleble, el anhelo de encontrar lo que le hace falta. Entonces –en el mejor de los casos–, el bebé no encuentra medida exacta en el Otro. Los padres esperan un bebé, pero cuando nace resulta que es una nena o un nene; nunca se logra eludir un resto que no encastra en la demanda anhelada y que perturba de una u otra forma la relación. De la tolerancia que el Otro disponga ante esa perturbación de su campo dependerá la continuación o detención de una dialéctica singular que ofrece o niega posibilidad al sujeto de jugar su cifra. Me refiero, claro está, a la que ocurre más allá de las buenas intenciones. Un nuevo ser nunca será lo esperado; más bien introducirá lo nuevo en lo familiar, algo inesperado y desconocido.
 
“Si todo anda bien”, como decía aquel excelente clínico de la infancia que fue Donald Winnicott (Realidad y juego), el niño tendrá las que Freud, en su artículo “La negación”, llamaba “perturbadoras costumbres”. Sólo si todo anda bien la relación entre el niño y el Otro se incomodará: el niño no procurará una satisfacción completa, no deparará el goce esperado. Entre el Otro y el niño como objeto no habrá “enteridad”.
 
Puede parecer paradójico, pero sólo si todo anda bien encontrará cabida cierta medida de perturbación. En ese caso, escucharemos decir que, o bien el niño llora y no se sabe exactamente qué le pasa, o que el niño come de más o de menos, o, más tarde, que el niño tira los objetos al suelo, donde es difícil e incómodo encontrarlos. El niño romperá los hermosos juguetes que le regalamos. En definitiva, si todo sale bien, aquello que el niño romperá son los esquemas previstos: día a día irá introduciendo, como respuesta al Otro, una marca diferencial. Manifestación sensible de la emergencia de un trazo distintivo del sujeto que, habiendo surgido en el campo del Otro, pasa a tomar posición, ocupa su lugar. Lugar anticipado en el Otro primordial si, con su presencia deseante, ofreció también su falta, donando con hechos reales, y no sólo con palabras, su castración.
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Alba Flesler

domingo, 13 de mayo de 2012

El deseo del analista...



En el post-freudismo lo que ocupó el lugar de lo que Lacan llamó el deseo del analista, fue el concepto de contra-transferencia. Por ejemplo, si ustedes leen el texto de un gran psicoanalista argentino inscripto en la escuela kleiniana, León Grinberg, su texto sobre la supervisión dice que en la contratrasferencia del analista, el conjunto de los efectos, ideas, pensamientos, sentimientos que el analista percibe en la sesión con sus pacientes se puede registrar en dos variantes: las trabas propias del analista y los efectos en el analista del decir de su paciente.  Existen grandes psicoanalistas, como Strachey en la historia del post-freudismo, y en la Argentina muchos analistas lo han tomado y lo siguen tomando como hasta hace poco este analista que desgraciadamente ahora está enfermo, persona muy culta, muy capaz, Mauricio Abadi, cuya idea del fin de un análisis es la identificación con el analista puesto en el lugar del ideal. Si el analista está puesto en el lugar del ideal es porque se supone que transitó suficientemente su análisis como para poder decirse que es un analista. Creo que a estas posiciones que no son desechables ‘in toto’ - no se trata de decir que todo esto está equivocado, requiere la necesariedad de un tamiz- es a lo que Lacan intenta responder con la cuestión del deseo del analista. Cuando digo que no nos manejemos al modo talibán es porque, por ejemplo, en una entrevista que le hicieron a François Dolto, que es alguien que nosotros valoramos, le preguntaron cómo pensaba ella el final del análisis de un analista, contestó refiriéndose a su propia experiencia: ‘mi análisis culminó cuando descubrí que las marcas de mi historia no hacían obstáculo a mi práctica como analista’.


Les puedo decir de mi práctica, pero cualquiera de ustedes podría dar testimonio de esto, por un lado el deseo del analista anticipa la posibilidad de la escena analítica pero también me encuentro muchas veces que es el discurso de mi paciente el que me ubica en el lugar adecuado, es por lo que se gesta en la transferencia que me veo reclamado, trasportado al buen lugar. Entonces, uno podría decir, como en lo del huevo y la gallina, si bien no es recíproco, hay una relación donde ese deseo otorga la posibilidad de que haya un análisis, pero también la transferencia, si el analista se dispone a que suceda, propicia que se reubique en el lugar del deseo, bajo los modos más variados, a veces puede ser cómico, amistoso, como cuando el paciente dice ‘eso ya me lo dijo diez veces y no me sirve de nada’, ¿a quién no le ha pasado?. Hay veces que la transferencia no funciona como obturador sino como un buen reclamo al lugar del analista.
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Por un lado tenemos un aforismo que muchas veces repetimos ‘el analista es aquél que suspende su goce para no ceder en su deseo’. Está bien pero escamotea una pregunta: ¿hay o no un goce del analista en su práctica? ¿Cuál es? ¿Cómo podría articularse a otro aforismo que dice ‘suspende su goce para no ceder en su deseo? Tendríamos que recordar que a partir de Encore hablar de goce es muy pobre, Lacan habla de goces. En parte la función del analista sitúa del lado del analista, aunque no se agota en eso -vuelvo a insistir que se trata de una ligazón entre pulsión de vida y pulsión de muerte- la pulsión de muerte. Hay un goce del encuentro con la nada. Pero que no se agota en eso porque si el analista sólo quedara en eso sería la negación de la cura y Lacan nunca renunció al concepto de cura. En general, cuando hablo con un analista y se lo pregunto directamente, nunca encontré alguno que me dijera ‘a mi me da lo mismo que al paciente le vaya bien o le vaya mal’, no le da lo mismo y me parece bien. También sabemos que, si como dijo Freud, queremos curar, debemos suspender nuestro anhelo de curar y ejercer la función de analizar. Sólo entonces habrá cura.

Isidoro Vegh
El deseo del analista

jueves, 3 de mayo de 2012

La fobia y el padre...



El padre del fóbico no ocupa bien lo que sería la función de lo que en la escolástica lacaniana se dice padre real, me parece mejor hablar de lo real del padre. El padre real es un padre que tiene presencia, que tiene cuerpo; que cuando dice, dice en serio, que sostiene con sus actos la palabra. Además es un sujeto de goce, en el buen sentido del término, es aquel que goza del trabajo y de la mujer. Elige una mujer y no toma su hijo como objeto de goce, coloca el objeto de deseo en sentido sexual en una mujer y al objeto sublimado en una materia laboral, de trabajo en el sentido amplio del término, que puede ser no remunerada como para estas épocas corresponde.
 
Es un hombre que sostiene desde esta relación al goce la fuerza de su palabra, entonces ese padre puede aportar el significante que sostiene el corte con el objeto. Ese es el padre real, es el que sostiene la función simbólica de la castración con su presencia real. Ese real es lo real del goce que él puede ordenar para sí mismo y para el otro, es la fuerza pulsional de su palabra, la fuerza simbólica de lo que dice. Tiene que ser un padre coherente, no en el sentido sheberiano, sino que sostiene su palabra, si promete algo lo cumple. Si es NO, es NO, no es "ni", ni más o menos, es NO y si no se arma la de San Quintín. Es un padre que puede sancionar con el castigo, que se hace temer y además se hace amar.
 
Un padre es todo eso. Si todo va bien y uno encuentra un padre así no hay razones para ser un fóbico. Un fóbico es cuando falla este padre, cuando no funciona, en nuestra cultura lamentablemente hemos destruido la autoridad que el padre tenía de un modo autoritario y no la hemos reemplazado por nada. Un gravísimo error si se pudiera pensar en un cálculo de la cultura. Entonces ¿qué ocurre? Uno se da padres sustitutos, padres de la fobia.

 
Victor Lunger

martes, 1 de mayo de 2012

La voz y su impacto al cuerpo.


El psicótico está excedido de miradas y de voces. Si el Nombre del Padre opera la voz queda, como resto perdido, velada. De lo contrario el sujeto estará todo el tiempo expuesto al goce del Otro, sin puntuación. Al no haber ingresado el significante del Nombre del Padre, las voces retornan desde lo real. Tienen una función restitutiva. Es lo que Lacan llama en el Seminario 10, "los desechos de la voz, sus hojas muertas, que se dejan oir en las voces extraviadas de la psicosis".
 
La voz puede, en algunos casos extremos, ulcerar un cuerpo. Recuerdo el caso de una niña muy chiquita, tres años, que presentaba úlcera con sangrado, algo poco común en niños tan pequeños y que, en el trabajo con los pediatras del hospital donde se atendía, se detectó que éstos evitaban hacerse cargo de este caso porque no soportaban a la madre, en un rasgo específico ,la voz y su manera de hablar , sin interrupción. La niña estaba ante una voz materna imparable, sin escansión, aguda y excitada, a la cual no podía interrogar. Esta demanda unívoca, sígnica, interfería la función biológica. No instaurándose la dimensión sujeto sólo respondía el organismo.
 
Cuando apuntamos nuestra escucha a la enunciación, más allá del enunciado escuchamos también la voz, su timbre, su modulación, su intensidad, a veces enlazada al dicho, otras, en franca oposición al mismo.
 
Patricia Leyack