En
el post-freudismo lo que ocupó el lugar de lo que Lacan llamó el deseo
del analista, fue el concepto de contra-transferencia. Por ejemplo, si
ustedes leen el texto de un gran psicoanalista argentino inscripto en la
escuela kleiniana, León Grinberg, su texto sobre la supervisión dice
que en la contratrasferencia del analista, el conjunto de los efectos,
ideas, pensamientos, sentimientos que el analista percibe en la sesión
con sus pacientes se puede registrar en dos variantes: las trabas
propias del analista y los efectos en el analista del decir de su
paciente. Existen grandes psicoanalistas, como Strachey en la historia
del post-freudismo, y en la Argentina muchos analistas lo han tomado y
lo siguen tomando como hasta hace poco este analista que
desgraciadamente ahora está enfermo, persona muy culta, muy capaz,
Mauricio Abadi, cuya idea del fin de un análisis es la identificación
con el analista puesto en el lugar del ideal. Si el analista está puesto
en el lugar del ideal es porque se supone que transitó suficientemente
su análisis como para poder decirse que es un analista. Creo que a estas
posiciones que no son desechables ‘in toto’ - no se trata de decir que
todo esto está equivocado, requiere la necesariedad de un tamiz- es a lo
que Lacan intenta responder con la cuestión del deseo del analista.
Cuando digo que no nos manejemos al modo talibán es porque, por ejemplo,
en una entrevista que le hicieron a François Dolto, que es alguien que
nosotros valoramos, le preguntaron cómo pensaba ella el final del
análisis de un analista, contestó refiriéndose a su propia experiencia: ‘mi análisis culminó cuando descubrí que las marcas de mi historia no hacían obstáculo a mi práctica como analista’.
Les
puedo decir de mi práctica, pero cualquiera de ustedes podría dar
testimonio de esto, por un lado el deseo del analista anticipa la
posibilidad de la escena analítica pero también me encuentro muchas
veces que es el discurso de mi paciente el que me ubica en el lugar
adecuado, es por lo que se gesta en la transferencia que me veo
reclamado, trasportado al buen lugar. Entonces, uno podría decir, como
en lo del huevo y la gallina, si bien no es recíproco, hay una relación
donde ese deseo otorga la posibilidad de que haya un análisis, pero
también la transferencia, si el analista se dispone a que suceda,
propicia que se reubique en el lugar del deseo, bajo los modos más
variados, a veces puede ser cómico, amistoso, como cuando el paciente
dice ‘eso ya me lo dijo diez veces y no me sirve de nada’, ¿a quién no
le ha pasado?. Hay veces que la transferencia no funciona como obturador
sino como un buen reclamo al lugar del analista.
(...)
Por
un lado tenemos un aforismo que muchas veces repetimos ‘el analista es
aquél que suspende su goce para no ceder en su deseo’. Está bien pero
escamotea una pregunta: ¿hay o no un goce del analista en su práctica?
¿Cuál es? ¿Cómo podría articularse a otro aforismo que dice ‘suspende su
goce para no ceder en su deseo? Tendríamos que recordar que a partir de
Encore hablar de goce es muy pobre, Lacan habla de goces. En parte la
función del analista sitúa del lado del analista, aunque no se agota en
eso -vuelvo a insistir que se trata de una ligazón entre pulsión de vida
y pulsión de muerte- la pulsión de muerte. Hay un goce del encuentro
con la nada. Pero que no se agota en eso porque si el analista sólo
quedara en eso sería la negación de la cura y Lacan nunca renunció al
concepto de cura. En general, cuando hablo con un analista y se lo
pregunto directamente, nunca encontré alguno que me dijera ‘a mi me da
lo mismo que al paciente le vaya bien o le vaya mal’, no le da lo mismo y
me parece bien. También sabemos que, si como dijo Freud, queremos
curar, debemos suspender nuestro anhelo de curar y ejercer la función de
analizar. Sólo entonces habrá cura.
Isidoro Vegh
El deseo del analista